Reportaje

Era la noche del 13 de agosto de 1961 cuando soldados de la República Democrática Alemana (RDA) y miembros de su milicia, los llamados Kampfgruppen (grupos de combate), iniciaron a una misión en apariencia rutinaria, pero que, de manera casi instantánea, adquiriría la fuerza de un símbolo. Mientras los aburridos berlineses dormitaban en una noche pesada, las fuerzas de la RDA empezaron a levantar fortificaciones temporales cuyo objetivo constituía una verdadera novedad en la historia de la Humanidad. Su meta no era proteger a los ciudadanos de las agresiones exteriores, sino impedir que pudieran huir de su Gobierno, en este caso la dictadura comunista, a la que estaban sometidos de facto desde el final de la II Guerra Mundial.

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En la imagen, unos niños se divierten construyendo una pequeña réplica del Muro de Berlín y hacen burla a sus amigos que están situados al otro lado de él, a pocos metros de la Puerta de Brandeburgo, en febrero de 1962.

Cuando las primeras luces de la mañana dejaron de manifiesto cómo se iba levantando un cerco de cemento sobre la ciudad, sus perplejos habitantes no supieron cómo reaccionar. Algunos pensaron desalentados que se trataba simplemente de una agudización de las agobiantes medidas policiales que sufrían desde hacía más de década y media. Otros, aburridos o ingenuos, sí que aceptaron creerse las comunicaciones radiadas que anunciaban una nueva medida de defensa frente a la sempiterna amenaza del imperialismo occidental. Los menos -aunque quizá los más avispados- comprendieron que la salida de la ciudad resultaría ahora casi imposible y se apresuraron a abandonarla clandestinamente, antes de que la idea de fuga alcanzara el grado de quimera. Los que actuaron de esta manera distaron mucho de precipitarse. Más bien demostraron un buen olfato para captar las tortuosas intenciones de la dictadura comunista.

En apenas unos días, las fortificaciones provisionales se vieron sustituidas por un muro de hormigón de 47 kilómetros de longitud y cuatro metros de altura que se apretaba como un dogal alrededor de la parte occidental de Berlín. Como medida adicional de presión, las autoridades de la RDA procedieron a tapar varios edificios de tal manera que sólo se conservaron dos puntos de paso fuertemente vigilados entre las dos zonas de la ciudad. Finalmente, el régimen comunista -que no dejaba de anunciar a los cuatro vientos que sólo intentaba protegerse de una posible invasión- dispuso minas antitanque y zanjas en torno al Muro para impedir toda fuga.

Otra vez Berlín. Para Jrushov, este conjunto de medidas constituía una clara demostración del poder soviético para "retorcer las pelotas de Occidente". Sin embargo, a semejanza de tantas otras decisiones adoptadas por él desde el poder, Jrushov dejaba de manifiesto una preocupante falta de originalidad, y actuaba, quizá de manera inconsciente, siguiendo pautas ya marcadas por Stalin, su predecesor. De hecho, Berlín, la que había sido capital de Alemania desde su unificación en 1871, se había convertido, incluso antes de la construcción del Muro, en un símbolo paradigmático de la Guerra Fría, que durante casi medio siglo mantuvo al planeta al borde del abismo.

El contencioso sobre Berlín había comenzado en realidad ya en los últimos meses de la II Guerra Mundial. Mientras que el general americano Eisenhower renunciaba a tomar la capital del III Reich para ahorrar pérdidas a los ejércitos aliados, Stalin otorgaba prioridad a la batalla de Berlín sobre cualquier otro frente bélico. Algunas semanas y un millón de bajas después, la ciudad fue tomada por los ejércitos del mariscal soviético Zhukov. Inmediatamente, la histórica urbe quedó dividida en cuatro zonas de ocupación correspondientes a la URSS, Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia. El 24 de junio de 1948 la Unión Soviética decidió bloquear Berlín impidiendo cualquier comunicación por río, tierra o aire entre la zona occidental y el resto de Alemania. Las razones eran diversas pero, entre ellas, ocupaba un lugar especial la creciente inquietud soviética ante el monopolio atómico de Estados Unidos. Sin embargo, influyó sobre todo el deseo de impedir que surgiera una Alemania Occidental dotada de un régimen democrático que pudiera convertirse en baluarte contra los proyectos expansionistas de Stalin y en ejemplo de cómo el sistema capitalista superaba en todos los sentidos al comunista. En aquella ocasión, la URSS esperaba doblegar a las potencias occidentales pero los resultados fueron muy distintos. El 26 de junio, fuerzas británicas y estadounidenses organizaron un puente aéreo que sirvió para enviar suministros a los más de dos millones de residentes de Berlín occidental. Se trataba de un pulso en el que debía quedar de manifiesto si Occidente iba a defender el corazón geográfico de Europa frente al comunismo o, por el contrario, estaba dispuesto a entregarlo, como había sucedido con los países del este. El carácter emblemático de esta pugna explica la resolución de EEUU y Gran Bretaña de mantener Berlín abastecido. Hasta el levantamiento del bloqueo -el 12 de mayo de 1949- se realizaron 277.728 vuelos sobre la RDA, que aportaron 2.110.235 toneladas de suministros a la ciudad.

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Génesis de la RDA. La crisis confirmó la existencia de un Berlín occidental e independiente y la seguridad de que Occidente defendería a una Alemania realmente democrática. La respuesta soviética fue consolidar una república alemana sometida a una dictadura comunista y a la que, de manera trágicamente sarcástica, se denominó democrática. Como quedaría de manifiesto en repetidas películas y narraciones de espías, Berlín era un campo de batalla de la Guerra Fría. No podía ser menos, porque los alemanes sometidos a la dictadura comunista de la RDA consideraban que la ciudad dividida era el lugar ideal de huida hacia la libertad. Además, no estaban dispuestos a dejarse doblegar. En junio de 1953, los trabajadores de un proyecto de construcción del Berlín oriental (la Avenida Stalin o Stalinalke) protestaron por un aumento del 10% en los objetivos de producción. Este incidente causó una reacción en cadena en el curso de la cual más de 100.000 personas se dirigieron en manifestación a la Cámara de Ministros de la RDA. Finalmente, el Gobierno tuvo que recurrir a las fuerzas soviéticas para mantener el orden.

Durante los enfrentamientos ulteriores murieron más de 260 manifestantes, 116 policías y 18 militares soviéticos. Con posterioridad se produjeron más de un centenar de ejecuciones de civiles así como millares de detenciones. Como en tantas otras ocasiones, los autodenominados intelectuales progresistas optaron por apoyar los dictados oficiales del Gobierno comunista frente a la causa de la libertad. Así, autores como Bertolt Brecht denunciaron a los obreros como agentes del imperialismo mientras aplaudían las feroces medidas represivas que habían llovido sobre ellos.

La RDA se mantuvo en pie gracias a un inmenso aparato represivo -cuya muestra más conocida, aunque no la peor, fue el Muro de Berlín-, asentado sobre el Servicio de Seguridad del Estado o Staatssicherheitsdienst, más conocido como la Stasi. Esta institución, nacida en 1950, fue el aparato de espionaje y represión más eficaz del este de Europa superando en sus logros incluso al KGB soviético. Gracias a su medio millón de "colaboradores no oficiales" -gente corriente a la que la supervivencia le llevó a denunciar a padres, hijos, cónyuges y compañeros-, la Stasi pudo organizar purgas, controlar a los grupos religiosos y eliminar todo tipo de disidencia.

Esta represión agudizó comprensiblemente el deseo de huir de la RDA que experimentaban millones de alemanes. Desde el final de la crisis de Berlín hasta mediados de 1961, poco menos de tres millones de alemanes del este abandonaron la RDA, en su mayoría a través de Berlín. La respuesta comunista ante aquellos millones de personas que "votaban con los pies", por utilizar la famosa frase de Lenin, no se hizo esperar y llegó a adquirir dimensiones de verdadero símbolo. Fue, como ya hemos indicado antes, la construcción del Muro de Berlín. Sin embargo, al igual que había sucedido a finales de la década de los 40, Occidente no gritó cuando la URSS puso las manos sobre lo que Jrushov denominaba significativamente sus "pelotas".

Kennedy en el Muro. En particular, la reacción de Estados Unidos resultó fulminante. El presidente americano John F. Kennedy envió inmediatamente un contingente militar para salvaguardar la ruta terrestre que conducía hacia Berlín. En teoría, se trataba de reafirmar los derechos de acceso reconocidos por los tratados internacionales; en la práctica, era una manera de expresar que no estaba dispuesto a permitir que los soviéticos se apoderaran de un sola pulgada más de territorio europeo. En una visita ulterior a la capital alemana llegaría a definirse con la célebre frase "Ich bin ein berliner". Quería decir que era un ciudadano berlinés, pero le salió que era una "bola de Berlín", un famoso bollo alemán. Daba lo mismo. Había dado a entender perfectamente que los amantes de la libertad tenían que estar en contra del Muro y del régimen que lo había erigido; que eran, a fin de cuentas, berlineses.

El Muro de la vergüenza no logró disuadir totalmente a los alemanes que deseaban escapar del asfixiante régimen de la RDA. Entre 1961 y 1989 al menos 70 personas fueron asesinadas, aunque algunos autores elevan esta cifra hasta casi las 200. Sin embargo, el final de la situación no pareció factible hasta el inicio de la Perestroika de Gorbachov en 1985. La URSS se vió enfrentada entonces no sólo con su propia inoperancia, sino también con el desafío que significaba el programa de la Guerra de las Galaxias iniciado por el presidente Reagan. A partir de 1988, el dirigente soviético se percató de que el mantenimiento del sistema comunista en la URSS exigía limitaciones del gasto militar y la retirada de algunas zonas de influencia. Inició así la salida de Afganistán, normalizó las relaciones con China y firmó una serie de acuerdos sobre el control de armas con los presidentes estadounidenses Ronald Reagan y George Bush. El desplome, cada vez más evidente, de la URSS se reflejó rápidamente en el entramado de países sometidos a su dominio. Para Alemania Oriental y Berlín el final de la pesadilla tuvo lugar a inicios de noviembre de 1989. A esas alturas, el régimen -uno de los más represivos de la Historia- se tambaleaba en claro reflejo de lo que estaba sucediendo en una URSS cada vez más debilitada. El 9 de noviembre, de manera espontánea, una manifestación de ciudadanos a los que pronto se sumaron funcionarios, comenzó a demoler el Muro.

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El presidente americano John Fitzgerald Kennedy viajó a Berlín en junio de 1963. La fotografía recoge un momento de su visita, acompañado por el canciller Konrad Adenauer y por el alcalde de Berlín oeste, Willy Brandt.

Uno de los testimonios más especiales de aquel repentino colapso lo brindaría Markus Wolf, que paseaba tranquilamente por las calles de Berlín oriental. Eficaz espía que había inspirado a John Le Carré para crear el personaje de Karla, Wolf había contemplado inquieto los acontecimientos que habían tenido lugar durante los últimos meses en los países del Pacto de Varsovia. Pese a todo, seguía confiando en la persistencia de una Alemania comunista durante las próximas décadas. Un escandaloso estruendo llamó entonces su atención. Sorprendido, contempló cómo el Muro de Berlín se venía abajo ante el empuje de la muchedumbre. En ese momento se percató de que había llegado el final del comunismo en Europa. Esta vez la URSS no pudo enfrentarse al ansia de libertad popular. En virtud del Tratado de Moscú de septiembre de 1990, Gorbachov reconoció la reunificación alemana. En pocos meses, la URSS y el Pacto de Varsovia serían cuestión del pasado, al igual que la dictadura de la RDA. Berlín no había sido las "pelotas de Occidente", pero quizá había desempeñado el papel de bajo vientre del imperio soviético.

Actualmente, sólo quedan en pie algunos restos del Muro, un museo y una tienda de souvenirs cercana a Checkpoint Charlie, uno de los dos puntos de paso por los que se podía acceder de una zona a otra tras superar varios controles. Tan magros residuos son un recordatorio de que, siquiera en Europa, las democracias han vencido finalmente al comunismo. Era la noche del 13 de agosto de 1961 cuando soldados de la República Democrática Alemana (RDA) y miembros de su milicia, los llamados Kampfgruppen (grupos de combate), iniciaron a una misión en apariencia rutinaria, pero que, de manera casi instantánea, adquiriría la fuerza de un símbolo. Mientras los aburridos berlineses dormitaban en una noche pesada, las fuerzas de la RDA empezaron a levantar fortificaciones temporales cuyo objetivo constituía una verdadera novedad en la historia de la Humanidad. Su meta no era proteger a los ciudadanos de las agresiones exteriores, sino impedir que pudieran huir de su Gobierno, en este caso la dictadura comunista, a la que estaban sometidos de facto desde el final de la II Guerra Mundial.

Cuando las primeras luces de la mañana dejaron de manifiesto cómo se iba levantando un cerco de cemento sobre la ciudad, sus perplejos habitantes no supieron cómo reaccionar. Algunos pensaron desalentados que se trataba simplemente de una agudización de las agobiantes medidas policiales que sufrían desde hacía más de década y media. Otros, aburridos o ingenuos, sí que aceptaron creerse las comunicaciones radiadas que anunciaban una nueva medida de defensa frente a la sempiterna amenaza del imperialismo occidental. Los menos -aunque quizá los más avispados- comprendieron que la salida de la ciudad resultaría ahora casi imposible y se apresuraron a abandonarla clandestinamente, antes de que la idea de fuga alcanzara el grado de quimera. Los que actuaron de esta manera distaron mucho de precipitarse. Más bien demostraron un buen olfato para captar las tortuosas intenciones de la dictadura comunista.

En apenas unos días, las fortificaciones provisionales se vieron sustituidas por un muro de hormigón de 47 kilómetros de longitud y cuatro metros de altura que se apretaba como un dogal alrededor de la parte occidental de Berlín. Como medida adicional de presión, las autoridades de la RDA procedieron a tapar varios edificios de tal manera que sólo se conservaron dos puntos de paso fuertemente vigilados entre las dos zonas de la ciudad. Finalmente, el régimen comunista -que no dejaba de anunciar a los cuatro vientos que sólo intentaba protegerse de una posible invasión- dispuso minas antitanque y zanjas en torno al Muro para impedir toda fuga.


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